«Demasiada felicidad» por Alice Munro. Editorial Lumen
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No supo interpretar los gemidos de Doree. Pero Lloyd, que seguía sentado en las escaleras, se apartó cortésmente para dejarla pasar, sin pronunciar palabra, y ella entró en la casa y se encontró con lo que esperaba encontrarse. Llamó a la policía.
Doree se pasó un buen rato metiéndose en la boca cuanto tenía a mano. Después de la tierra y la hierba, sábanas, toallas y su propia ropa. Como si intentara ahogar no solo los alaridos sino la escena que veía en su cabeza. Le pusieron una inyección de algo, cada cierto tiempo, para calmarla, y funcionó. Lo cierto es que se quedó muy tranquila, aunque no catatónica. Dijeron que se mantendría estable. Cuando salió del hospital y la trabajadora social la llevó a otro sitio, la señora Sands se hizo cargo de ella, le encontró una casa donde vivir y un trabajo, e impuso la rutina de hablar con ella una vez a la semana. Maggie habría ido a verla pero era la única persona a la que Doree no soportaba ver. La señora Sands aseguraba que ese sentimiento era natural, que era la asociación. También decía que Maggie lo comprendería.